Enviado por SinEmbargo.
Desde la Cd., de México. Para
Tenepal de CACCINI
Por Antonio María Calera-Grobet.
SinEmbargo.
Junio 09, 2018. 12:00am.
Apenas a unas horas
de su muerte ya se han publicado centenares de textos biográficos. Foto:
Especial.
La
tristeza. Hoy por la mañana me despertó un mensaje de mi hermano: Anthony
Bourdain había muerto. O mejor dicho, se había quitado la vida. 61 años de rock
and roll culinario, musical, poético, habían llegado a su fin, bajado la pluma,
apagado las cámaras, cerrado la llave amarilla del gas. Ya se lo decía él mismo
en una charla que tuvo con Iggy Pop y que fuera publicada en la revista GQ:
“Tengo un verdadero problema con estar contento. Incluso cuando termino un
libro tengo me llega esa sensación lo mismo de pérdida y tristeza”. También le
dijo a Pop, algo sobre no vivir más de la cuenta: “Estoy esperando en morir
como en una ejecución tipo mafia”.
Y de
alguna manera lo logró por su propia mano. Porque lo que primero me vino a la
cabeza fue que su manera de irse fue en realidad también una firma, un gesto y
hasta una declaración. Como si a alguno de nosotros nos quedara duda de que se
trataba de un punk. Más que muchos fantoches que andan por ahí rondando como
tal. Y luego lo hizo en Francia, en ese altísimo paraíso artificial llamado
Estrasburgo, por qué no, en su cuarto de hotel, por la noche, para ya no
amanecer más. Dicen que su amigo el chef Eric Ripert alertó a todos los
familiares y amigos. Simplemente no le contestaba el teléfono. Me imagino la
escena. Cosa rara (o quizá no tanto, suele ser así), apenas hace unos días
subió a twitter un video en el que bailaba y bebía con Asia Argento y sus
amigos.
Apenas
a unas horas de su muerte ya se han publicado centenares de textos biográficos,
despedidas, editoriales de todo tipo alrededor de su obra. Mucho de ello es
realmente basura. La despedida de CNN, por ejemplo, es un tanto petarda, pero
bueno, qué le vamos a hacer. La traduzco: “Es con extraordinaria tristeza que
podemos confirmar la muerte de nuestro amigo y colega, Anthony Bourdain. Su
amor por las grandes aventuras, nuevos amigos, la comida fina y la bebida y sus
notables reportajes sobre el mundo lo convirtieron en un único contador de
historias”. Si esto es lo que escribe sobre de ti una cadena luego de ganar
Grammys y más de una decena de nominaciones no habría que esperar nada de la
revista que ni te paga o lo hace un año después. La del portal de “El País” en
twitter es una joya del catolicismo y las buenas maneras, tan vomitivas para el
chef de “Les Halles”. Es el culmen del periodismo gazmoño y parece sacado del
siglo XVI. Resumo un par de sus encabezados: “Anthony Bourdain, el “mediático
cocinero que narró los infiernos de su gremio”, se suicida a los 61, el que
“tuvo una juventud disoluta y llena de adicciones”, llega a su “triste final”.
Dicen
algunos medios que la fama le llegó por aquel célebre artículo en New Yorker:
“Don´t eat before reading this”, aparecido el 19 de abril de 1999. Ya lo creo.
De alguna manera ese cúmulo de anécdotas y mañas del mundo de los cocineros
resume la energía guardada en “Kitchen Confidential”, ese primer libro de
memorias que le cambió, ya lo dijera él en varias entrevistas, drásticamente la
vida. Yo lo leí por el año 2005. Dayna Valtierra, la cocinera en jefe en esos
momentos de Hostería La Bota, lo leía sobre la barra. Lo titularon
“Confidencias de un chef” (2001, RBA, Barcelona). En la portada estaba ahí
Bourdain con sus amigos, recargado sobre la pared, de mandiles, y con un
cuchillo para destazar canales atado a la cintura. Recuerdo que lo leí en dos
sentadas, ahí en la misma barra, en tiempos muertos. Todos lo leímos en el bar.
Y lo platicamos. 286 páginas de frenesí y nostalgia por una forma de ver el
mundo, un Nueva York ya ido, por los amigos de la cocina ya idos también, gente
y vivencias que se pierden entre el humo de los calderos. Traía mucha pimienta
ese libro. Estaba realmente lleno de sangre y sudor, sueños por cocinar,
viajar, decir sus cosas y estupendamente bien escrito. Lo leí en un par de sentadas
ahí mismo en el restaurante, apuntando, más que en notas al margen, en la
memoria, todo lo que ahí contaba, y que parecía yo mismo estaba viviendo o
estaba por vivir, en el mundo de la cocina. Al terminarlo, me pareció de una
luz absolutamente conmovedora. Por honesto. Por irse por dentro y no por lo que
las letras le hubieran marcado. Era un fumet de Bourdain, una de sus cassoulet.
Tan fino. Y me imagino que para todos los que nos dedicamos a dar de comer a la
gente, a cocinarle a la gente como un ritual para el acceso al placer, a la
belleza, a la alegría, aquel libro significó una suerte de puesta en escena de
todo lo que uno se lleva en el cuerpo antes, durante y después de cada ritual
gastronómico, cada performance culinario, ritual epicureista y, aunque no lo
parezca, justo por ello, cargado de una rara y estrambótica, si se quiere,
espiritualidad.
El
guerrero de los fuegos, el viajero empedernido, “el original rock star del
mundo culinario” o “el Elvis de los malos chicos chefs”, como dijera de él The
Smithsonian, se abría ahí “de capa”, se mostraba con sus heridas abiertas, con
toda ternura, fragilidad, indefensión, con todos sus deseos como tizones
quemándole aún en el pecho, sus sueños de grandeza en miras de lograr el más
grande cometido de un artista tocado: hacer felicidad. O vamos, algo que se le
pareciera al menos, desde los sentidos, para hacer, mínimamente, más tolerable
la existencia. Ahora que lo veo con más detenimiento, creo que yo me dediqué a
escribir sobre cocina por Anthony Bourdain. Por tantos más, claro, pero por
mucho licenciado e instruido por Bourdain. Mis libros “Gula. De sesos y
lengua”, “Sobras Completas”, “Cerdo”, las casi mil páginas que he escrito en
para diferentes portales y revistas, de alguna manera, son un homenaje a su
talante, a todos los de su estirpe, pues, a la manera en que acometió los días
entre cocineros, anfitriones, tragones que nos topamos por las calles, esa
infantería de gente herida en busca de un aliento, en fin, delectaciones ni más
ni menos que del otro a todo galope.
Ya
luego vino la televisión. Yo no supe tanto del “A cook´s tour” en Food Network.
Pero para muchos cocineros escritores, para toda la gente entregada a la
delectación conjunta del mundo, al intento de comprender el porqué de sus
separaciones y dolores, la llegada en el 2005 de “No reservations” para Travel
Channel fue como una suerte de manual de operaciones, una agenda soñada, un
viacrucis placentero y modus operandi para llevar al pie e la letra: la
comprobación en todo caso de que era posible, desde una personalidad realmente
abierta, atrevida y nunca medrosa, acometer las cocinas y por ello los
estómagos y por ende los cerebros. Hizo 105 episodios: una verdadera joya para
guardarse y volver a ver, a calibrar en su justa medida. Ya qué decir de “Parts
Unknown” para la Cadena CNN: 93 episodios que obtuvieron 5 Emmys, 11
nominaciones más y, además, un Peabody Award.
Ceo que
el estilo de los programas era aportado casi por entero por el espíritu libre
del Bourdain. No imagino mucho a los guionistas cercándole el camino, tirando
línea a su manera de ir por los días de este mundo inmerso en semejante potaje
de porquería. Eran suyos y nadie creo que olvide, por lo menos dentro de mi
generación, lo que en nosotros suscitó. No sólo nos arraigó en nuestra
profesión de cocineros, sino que acendró nuestro amor por el descubrimiento de
los sabores totales hasta enloquecer.
En la
época que duró su transmisión, no pocas veces nos veíamos al otro día para
comentar cómo haríamos para dar con tal o cual idea bourdainiana. En uno de los
capítulos de “Kitchen” (que por cierto se continuó con otras memorias que
contenían aún todo el poder luego de 10 años con “Medium Raw”, que se tradujo
como “En Crudo”), el maestro Bourdain cuenta la vez en que, de mano de su
padre, en un viaje por barco probó, por primera vez, la vichyssoise, una sopa
fría elaborada principalmente con poro y papa. Ahí, al pasar la cucharada a la
boca y el líquido por su garganta, al paladear ese sabor tan sutil y al mismo
tiempo tan sencillo pero elegante y definido, él lo escribe, se le iluminó el
corazón.
Ahí es
que se dio cuenta de que quería dedicar su vida a la cocina y lo hizo. Yo
siempre digo a los amigos que lean ese capítulo de “Kitchen” que lleva por
nombre “La comida es cosa buena”, y además la “Reunión mafiosa” de “En Crudo”.,
el que relata con tremebunda maestría la vez en que acometió su paladar a un
Emberiza Hortulana. Son dos sendos ejemplos de cómo en Anthony Bourdain sí que
había un chef (para los que lo niegan, dicen que no lo era como un afán de
denostarlo, de aplicarle la consabida vendetta de la mafufa, apestosa y arcaica
“alta cultura” a las figuras pop para menospreciarla en nombre de no sé qué
mejor arte o disciplina), además un escritor, un artista y, más que nada, un
humanista que tocó el interior (también desde sus libros, claro) de cualquier
cantidad de hombres y mujeres que se encontraban, como él y muchos de los
suyos, en búsqueda de la placidez, de un pedazo súbito y fugaz de eso que aún
algunos llamamos “la alegría”.
Bourdain
puso al centro del mundo de los medios al cocinero no como otros chefs de la
televisión (qué darían Gorodn Ramsay, Jamie Olivier, Mario Batali por
acercársele), entregados a la popularidad más capitalista, comercial, sino al
cocinero como el nuevo demiurgo, siempre y cuando sepa, con los las palas y
tenedores, con los cubiertos sobre la tierra, dirigir los rastreos de lo que
nos parece necesario: conocer al otro por lo que le gusta, lo que lo vuelve
loco, lo que él o ella y sus familias, toda su genealogía, ha concebido como
placer desde el más oscuro de los tiempos. ¿Acaso Bourdain no fue también, de
muchas maneras y muy bien llevadas, no sólo un flâneur sino, mucho más allá, un
antropólogo participante? ¿Un pensador atípico y por ello realmente
esclarecedor que quería llegar al fondo del cazo, a la médula de las cosas y no
sólo quedarse en el entremés de lo vivido? Ya lo creo.
Recordaré
su filipina por ese dibujo, hecho por él mismo, en que se muestra a un cráneo
con un cuchillo entre los dientes, con una leyenda que es una invitación y,
para muchos, una metáfora de su manera de entender el viaje por la existencia.
“Cook free or die”. Y todo lo que ese axioma significa. Lo que descarta y a lo
que se apega. Eso: cocinar en libertad o morir. Comer libremente, sin derechas,
sin limitaciones, o dejar todo a un lado. Y basta de que hasta esto nos quieran
regular. Vamos, si ya ni siquiera lo que comemos es comida, ya ni siquiera nos
alimenta sino que envenena. Porque para Bourdain comer era apenas una manera de
acceder a la libertad. Tal vez sucedió que Bourdain, harto de comer el mundo,
hastiado de él, a sabiendas que pocos en la sociedad de mercado estaban
dispuestos a abrirse a tales deseos, a dejar el sedentarismo en todos sus
aspectos, prefirió pararse de la mesa. Ya quiero ver toda la carne molida que
harán de sus ideas, los estropicios en que convertirán, más que su imagen, su
forma de ser. Mínimamente se van a dejar fuera del plato a su furia o se la
beberán ya diluida, reducida en grasa. Ya veo que ahora todos comerán de
Bourdain. Incluso aquellos de los que bajita la mano siempre se burlaba,
comerán de Bourdain. Hasta la gente que da de comer todos los días fajitas de
pollo a sus hijos luego de recetarse medio kilo, desabrido y frío, una y otra
vez, por los siglos de los siglos, esa misma que sólo viaja acaso a la sala de
estar y de regreso, comerán de él. Todos serán íntimos fanáticos de Bourdain
por un par de días. Así es. Nada hay por hacer. Pero amigos, por favor, no sean
así, dejen un pedazo del maestro para aquellos radicales que en verdad lo
siguieron por todo el mundo, esos que sí se han atrevido a vivir no como Dios
sino el apetito profundo les manda, esos que se alimentaron de su pensamiento
para demoler fronteras y prejuicios de todo tipo: los cocineros verdaderos, no
sólo de platillos sino de mundos, los que han hecho y hacen poesía desde el
pathos y el eros, los que siempre, pase lo que pase, se nos brindan, se nos
dan. Gratuitamente. Amorosamente. O ábranse de verdad a su deseo: que el
movimiento se dé en cualquier orden, que la inmovilidad no llegue nunca a
nuestras vidas.
Escribiera
el maestro Bourdain en aquel artículo del New Yorker: “La gastronomía es la
ciencia del dolor. Los cocineros profesionales pertenecen a una sociedad
secreta cuyos rituales ancestrales derivan de los principios del estoicismo
frente a la humillación, las lesiones, la fatiga y la amenaza de enfermedad.
Los miembros de un personal de cocina apretado y bien engrasado se parecen
mucho a un equipo de submarinos. Confinados durante la mayor parte de sus horas
de vigilia en espacios calurosos y sin aire, y gobernados por líderes
despóticos, a menudo adquieren las características de los pobres que fueron
encarcelados en las armadas reales de los tiempos napoleónicos: superstición,
desprecio por los forasteros y lealtad a ninguna bandera excepto la suya. Hoy
en día, la mayoría de los cocineros aspirantes entran en el negocio porque lo
desean: han elegido esta vida, han estudiado para ella. Los mejores chefs de
hoy en día son como atletas estrella”.
Adiós
al maestro Antonio, maestro de los viajes y los sabores. Lo veo yéndose como si
estuviera en sus años mozos, por la madrugada, luego de salir con las manos
ardientes por trabajar en las planchas y parrillas, arponeándose con sus amigos
en Coney Island, arrullados por el vaivén de las olas, tirado a la orilla del
mar. Y ahora leo una y otra vez este tipo de anuncios en portales de la unión
americana: “Let´s gain more understanding and compassion. Struggling?
1-800-273-8255 (TALK).” Sí, claro.
Recordaré su filipina
por ese dibujo, hecho por él mismo, en que se muestra a un cráneo con un
cuchillo entre los dientes, con una leyenda que es una invitación y, para
muchos, una metáfora de su manera de entender el viaje por la existencia. Foto:
Especial.
Por Antonio María
Calera-Grobet.
(México, 1973).
Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y
revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de
Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.